Te quiero siempre!
Te quiero cuando estás contento, cuando eres amable, cuando ríes, cuando compartes, cuando ayudas a mamá y papá, cuando eres agradecido, cuando pides las cosas por favor, cuando me abrazas…
Te quiero cuando te enfadas, cuando lloras, cuando no quieres compartir, cuando estás triste, cuando estás frustrado, cuando no sabes cómo hacer algo…
¡Te quiero siempre!
Te quiero pase lo que pase, en cualquier momento y a cualquier hora, hagas o no lo correcto, aciertes o te equivoques…
Mi amor es incondicional.
Este es el mensaje de vital importancia para nuestros hijos.
No es el castigo ni el reproche, ni retirarle nuestras muestras de afecto lo que hará el cambio a mejor. No lo es.
Sé que muchos piensan que la educación que recibieron basada en estos puntos les ayudó a ser mejores personas, les ayudó a comprender lo que hacían mal. Y ellos siguen ahí, todos seguimos ahí, todos hemos crecido y superado esos comportamientos que no gustaban en casa, que no eran apropiados …
De acuerdo, pero ¿a qué precio?
Cerrad los ojos y pensad ¿qué sentís cuando cometéis un error? Quizás sentís que merecéis ser castigados, quizás incluso os castiguéis a vosotros mismos siendo duros jueces y verdugos. Porque los adultos nos castigamos con fiereza aunque no sean dejándonos sin tele o sin salir. Nos castigamos dejando de creer en nosotros, nos castigamos poniéndonos etiquetas duras: “soy débil”, “soy un fracasado”, “no tengo lo que hay que tener para lograr esto…” y miles más, dependiendo de cada persona y cada circunstancia.
¿De verdad os ayudó que ante un error los adultos se centrasen en culpar más que en buscar una solución? Cierto es, que dichos adultos no perseguían las consecuencias que de adultos podemos sentir unos y otros, lo que perseguían era ayudar a aquellos niños. No se trata de culpar porque buscamos enfocarnos en soluciones. Y si no se trata de culpar a los niños sino de centrarse en buscar el modo de resolver, no vamos a centrarnos ahora tampoco en culpar a nadie de nuestra falta de autoestima adulta o de cualquiera que sea el problema, sino de encontrar qué podemos hacer al respecto para nosotros y para nuestros hijos.
¿Y qué ocurre cuando os sentís tristes, agobiados, enfadados…? Habitualmente lo que pasa es que añadimos otros sentimientos a todo eso: nos sentimos no válidos, débiles, con la sensación de estar haciendo algo malo, culpables… ¿Porqué? Porque nadie nos dijo que sentirnos tristes, enfadados, frustrados, etc. estaba bien. Y seguro que al leer simplemente que sentirse así está bien muchos de vosotros habréis sentido un hondo rechinar en alguna parte de vuestro cuerpo.
No hay sentimientos malos ni prohibidos o inadecuados. Forman parte del ser humano y rechazarlos es el primer paso para problemas mayores.
No estoy con esto diciendo que sea estupendo estar todo el día enfadado o triste, lo que estoy diciendo es que todos nos sentimos a veces así y que está bien. Sí, está bien. Incluso tienen su lado positivo, pues el enfado genera energía y arrojo, la tristeza genera espacio para la reflexión.
Así que nuestro primer paso es aceptar estas emociones, pensar que está bien sentirse así y dejarlas ser de forma consciente y canalizando.
Si estás enfadado, sé consciente de que lo estás, respira hondo, exprésalo y pide tiempo para volver a tu centro. Haz algo que te guste, que te tranquilice, que te armonice. Si tu hijo está enfadado no es momento para razonar. Ofrécele buscar su equilibrio relajándose de algún modo, porque enviarle a otra habitación o donde sea a pensar en lo que ha hecho no es sino repetir lo que nuestra generación y otras han sufrido ya en cuanto a la negación de las emociones y el no ofrecer herramientas con las que afrontarlas, dando por sentado que un niño debe saber tranquilizarse y controlarse sin que nadie le haya enseñado cómo.
Afronta la situación del enfado cuando estés centrado. No antes, de este modo eres respetuoso contigo, con la otra persona y con la situación.
Si estás triste de nuevo exprésalo, sin culpas ni reproches (tus sentimientos son tuyos). Quizás te venga bien llorar un rato o estar a solas reflexionando sobre los cambios oportunos. Después busca lo que te haga feliz, sal con amigos, mira una película de risa, lo que sientas que te ayudará… pero no como negación de la tristeza, sino como solución.
No es quizás fácil ver hasta qué punto la educación puede afectar a la vida adulta porque nos centramos casi exclusivamente en el comportamiento que queremos cambiar, pero hay un extenso trasfondo que no debemos olvidar.
¿Qué tal si cambiamos los modos de hacerlo? ¿Qué tal si cambiamos el modo de educar para no solo ayudar a modificar comportamientos sino también – y sobre todo – para dotar a la maleta de nuestros hijos de herramientas que les ayuden a enfrentar la vida?
Ana Isabel Fraga Sánchez
Coach, educadora de padres y en el aula de Disciplina Positiva.